Labios rojos, copas de champagne, bengalas, besos-abrazo que dan comienzo a un año, donde ningún sentimiento ha pasado desapercibido.
Todavía siguen muchas cosas de la lista sin hacer, otras ya han empezado a tacharse. Un año que comienza con frío, con un cuerpo que no deja de tiritar, en la que se te quitan las ganas de un buen chocolate con churros con tal de ponerte la manta eléctrica y disfrutar de la cama con ese pijama de algodón bajo la sintonía de los buenos días de una madre que te come a
besos de mejilla a mejilla. Fechas inesperadas en la que el 14 de Febrero, día de enamorados para algunos se convierte en un día amargo y que tergiversa tu rutina durante seis meses en aquella rotonda de Cibeles en la que el semáforo en rojo da lugar al verde y suena el teléfono. Viajes que por fin se tachan de las lista de las cosas que quieres hacer y que formarán parte del recuerdo, y otros que quedan pendientes, que se retrasan pero que tienen un punto de ejecución. Las cosas de la vida que te hacen apreciar detalles, y en las que te das cuenta que no estás solo, que siempre hay alguien que está dispuesto a sacarte sonrisas. Tardes entre abuelos, donde Julio a sus noventa y tres años me hizo valorar un poquito más la vida, que soy muy joven, decía.
Veranos de norte a sur con escala en Madrid, y dónde la familia que eliges se va a haciendo un hueco en eso que llaman bomba de relojería, el corazón. Noches de rebujito o de montar a caballito en aquellos tierras embebidas en barro que recorren la colina y en donde la vergüenza pasa a un segundo plano. Días de sol, de paseos playeros en donde los pies se hacen un hueco en la arena enseñándote que eres capaz de encajar en cualquier puzzle, sólo es cuestión de ingenio y un poco de maña.
Dudas que se disipan y vuelven a aparecer en conversaciones a tres en taburetes de color verde en una cocina y en la que decides que hay puertas que cerrar y ventanas también, por un tiempo. Palabras difíciles que decir, sentimientos difíciles de sentir, pero con el objetivo de ser feliz. Hamacas al sol donde solo se escucha la misma canción, esa que dice que jugamos a ser dos gatos que no se quieren dormir y en la que las sonrisas se mezclan con las lágrimas, ese sentimiento tan extraño en el que se saludan la felicidad y la tristeza.
Altibajos en los que no te reconoces ni a ti misma, en los que solo quieres tumbarte en la cama y cerrar los ojos, imaginarte tu mundo, el mundo más perfecto en el rango de lo imperfecto.
Inviernos en los que una chaqueta gris hace la función de abrigo, y donde el olor a castañas asadas es el único que te hace creer que es Navidad. Correr de un lado para otro, y en el que tras horas de estrés, de cansancio y de horas en pie estáis todos otra vez juntos, sentados en la misma mesa que hace 365 días comiendo jamón, salchichón y langostinos.
Un año que empecé con el pie izquierdo y en el que tuve varios tropiezos, supongo que sería que en ocasiones los zapatos me estaban grandes.